LA VIDA EN UNA HISTORIA.Mi abuelo "Navarro"

Era el más pequeño de siete hermanos, quedó huérfano de madre con apenas dos años y hoy en día, con ciento un años, sigue lamentándose no haber podido llegar a conocerla.

A los dieciocho años, hambriento e ignorante, se despidió de su padre Vicente, entre brumas y lágrimas de sal gruesa, desde lo alto de aquel vetusto camión con destino a Teruel.

Mochila, plato, cuchara y fusil checo con bayoneta, eran todas las pertenencias de José Navarrete, aunque todos lo conocían como "Navarro".

Allí se sorprendió por primera vez, con el sonido de las ametralladoras, morteros y cañones, conoció  a Juan, se hicieron amigos inseparables. Juan era fuerte como casco de buque, "Navarro" delgado como tallo de trigo.

Por las noches se hablaban de un bando a otro, intercambiaban tabaco por papel de fumar, en aquella época "Navarro" no fumaba, prefería guardar el tabaco que nunca les faltaba y así poder cambiarlo por pan, que escaseaba.

Unos días se hinchaban a comer, otros  ayunaban, los muleros, perdidos o capturados, no llegaban. Aprendió a racionar el rancho de lentejas y aun estando congeladas, por el frío, al día siguiente el estomago pedía comerlas.

Pasó más de un año en aquel frente, hasta que los desplazaron al este, al Castillo de Villamalefa, allí quedó bastante sordo.Una de las noches, mientras el cartero, con una tenue luz de linterna, recitaba nombres y repartía cartas,

desde la otra parte, escuchaba :  " ¡ rojos, ataos las botas, mañana vais a correr, Castellón ya es nuestro ! ".

A las once de la mañana del día siguiente, 14 de junio de 1938, el aviso se hizo trueno, empezaron los bombardeos. Hundidos en la tierra seca y dura, no tuvieron más remedio que retroceder a segunda línea.

 "Navarro", Juan y los demás compañeros, no sabían hacer otra cosa, más que ponerse el macuto en la cabeza, para cubrirse de aquella  espesa lluvia de cascotes.

De pronto, se dieron cuenta que ya no habían mas disparos, que todo era  remanso, sólo estaban Juan y él, nadie más, solos, desamparados, levantaron la cabeza y a veinte metros de ellos los vieron.

- " ¡ "Navarro", no hemos escuchado el silbato, el silbato ! , ¿ Qué hacemos, nos vamos o nos quedamos ? ".

Ni tan siquiera se les pasó por la cabeza, utilizar las dos bombas de mano que llevaban colgadas a la altura del pecho.

- " ¡ Vámonos, como nos cojan los moros, nos cortan la cabeza ! " .

Se puso  la manta y el macuto en la bandolera y al grito de ¡ ya ! , salieron corriendo vaguada abajo, esquivando carámbanos de luna.

Las escuchaba silbar por todas partes y eso que estaba ya bastante " teniente ". De pronto, una de aquellas balas golpeó en su parte izquierda, la hebilla del cinturón, voló como flecha feroz, quedandole las cartucheras sueltas.

Cayó como un guijarro, a tumbos, rodando, hasta lo más hondo de la vaguada.

Pensó que aquella hebilla, le había perdonado la vida. Sudado y con la sangre corriendo por su pierna, gateó como un bebé para alcanzar un refugio de piedras que había a tres metros.

De repente, sintió un chasquido fuerte en su pierna derecha, una bala explosiva, que golpeando en una de las rocas, salió despedida, incrustandose en la tibia,  le hizo dar un salto más bien de felino que de humano.

Acurrucado,  notó que de la pierna izquierda, más sangre brotaba a causa de un rasguño de metralla. Coloreado de espeso rojo, se despojó de la camiseta interior y la callejera,

la hizo jirones, vendó  las heridas como pudo, sacó del macuto una de las camisas viejas, se la puso y encima de ella, la guerrera toda ensangrentada, las moscas acudieron presurosas.

Del cansancio o del dolor profundo, se durmió o se desmayó. 
Cuando abrió los ojos, estaba todo oscuro, ni había luna, ni estrellas crepitantes, era de madrugada y se encontraba en medio de las dos líneas.

En ese momento, no tuvo más remedio que jugársela de nuevo a cara o cruz y rezar para no estar del lado enemigo. 

- " ¡ Soy Navarrete, de la cincuenta y dos compañía ! ". Una y otra vez, gritando lo mismo, nadie respondía.

Al poco rato, unos ruidos cerca, volvió a gritar : -  " ¡ Soy Navarrete de la cincuenta y dos compañía ! " .

Sólo al reconocer su voz, bajaron a por él, la moneda salió cara.

Lo transportaron a lo alto de la montaña y enseguida unos soldados con un mulo, lo llevaron a la casa de socorro, con cada paso del equino, le salía un lamento.

Ya nunca más volvió a saber de su gran amigo Juan, ni del resto de algunos de sus compañeros. Lo trasladaron al hospital Negrín de Alicante, para sacarle el trozo de bala de la tibia.

El doctor, con un botiquín, cogió las tenazas, mientras una enfermera aguerrida, le puso  una toalla para que mordiera bien fuerte. 

Las tenazas resbalaban entre la metralla como peces pavorosos entre las manos, un intento y otro y otro, sus dientes rechinaban entre el tejido, como viejas locomotoras de Temuco entre los raíles.

La enfermera le arrebató las tenazas al doctor y con un tirón fuerte, por fín, le sacó el trozo del hueso y el corazón.

Tras muchos días de recuperación y trayectos de una ciudad a otra, ya no volvió más a la guerra.

En los trenes, repletos de jóvenes, se escuchaba una canción que nunca había oído y que ya no pudo olvidar.

- " Si me quieres escribir, ya sabes mi paradero,

    primera línea de fuego, cuerpo de carabineros,

    el primer plato que dan, son granadas rompedoras,

    y el segundo de metralla, para recordar memorias ".



A sus ciento un años, sigue enjuto, lúcido, despierto como pez, con más pelo que un chaval, con sonrisa perenne y sordo, muy sordo.

Después de toda una vida azarosa, de lucha y sacrificio, ¿ a quien asusta una pandemia mundial ? .

Ansío escuchar de nuevo tus batallas, de abrazar tus oxidados huesos y decirte lo muchísimo que te quiero , abuelo.

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