VASCO NÚÑEZ DE BALBOA Y EL MAR DEL SUR


A sabiendas de que era época poco  aconsejable, por ser de muchas lluvias, partimos de Santa María de la Antigua de Darien, primer emplazamiento en el nuevo continente, fundado por mí, en mil quinientos diez. Mis hombres aconsejáronme esperar estación más apropiada, y uno de ellos, que era más  de mí confianza, Francisco Pizarro, insistía en convencerme de ello, pero yo no estaba dispuesto a esperar más y que de imprevisto, enemigos míos arribasen de Castilla, que algunos mal me querían y de aquella manera truncasen mi empresa.
Debíamos ir al sur, los caciques indígenas, ya me habían hablado del ansiado mar en innumerables ocasiones.
Así que partimos el día treinta y uno de agosto de mil quinientos trece, después
de que nuestro clérigo Andrés de Vera, oficiara la Santa Misa y bendijese a todos los presentes, para que Dios nuestro Señor nos diese  fortuna en tan magna expedición.
Partimos en barco hacia el oeste, bordeando la costa, con ciento noventa de mis hombres, hacia el puerto de Acla. Llevábamos abundantes víveres, así como lanzas, arcabuces, rodelas, espadas, también los imprescindibles perros fieros, que de tanta ayuda fueron en estas nuevas tierras. Entre ellos, cómo no, mi inseparable Leoncico, con su collar de oro y pechera de piedras preciosas, que tan hidalgamente ganó combatiendo para sus reyes.
Al día siguiente, partimos noventa y dos de mis soldados junto unos cuantos guías del cacique Careta.
Mandé que fuesen los guías, a la cabeza de la interminable fila. El calor era asfixiante, andábamos desprovistos de metal pesado en nuestro cuerpo, unos vestiamos camisas de algodón, otros llevaban el torso descubierto, únicamente con un peto de cuero, que pudiese protegernos del  lanzamiento certero de alguna flecha indígena, bañada con curare. Calzábamos maltrechas alpargatas de cuerda de esparto, traídas de Castilla.
La ignota selva, plagada de peligros, felinos que nunca antes conocimos, roedores del tamaño de cerdas preñadas, pájaros de vivos colores y muchos otros seres, más propios de  aquellos animales legendarios, de  las novelas caballerescas. Atravesamos ríos, feroces mosquitos nos asediaban a todas horas, las grandes  lluvias eran a diario, los inmensos cuipos detenían nuestro paso y andábamos alerta de los caimanes cuando penetrabamos en los manglares.
Después de dos días de angustia, descuartizando con machete el interior de la selva, llegamos a tierras de Ponca, donde mandé llamar al cacique local. Después de intercambiar objetos de vidrio y piel curtida por pequeñas piezas de oro, permanecimos una semana con ellos  a la espera de seguir nuestra ruta hacia el sur, a tierras de Quareca, donde  no tendríamos más remedio que batallar contra los hombres de su cacique Torecha.
Si todo lo que pasamos hasta ahora nos pareció duro, no fue nada comparado con los cinco días que nos costó recorrer no más de diez leguas, siempre acechados por los nativos.
El veinticuatro de septiembre de mil quinientos trece, nos enfrentamos como ya habíamos previsto a los indígenas. Hicimos huir a muchos y dimos muerte a otros tantos, sin tener ni una sola baja entre nosotros. Apresamos a varios de ellos, que nos hicieron de guías.
Partimos setenta de los nuestros.
Veía en mis soldados las cicatrices de la dura empresa en su rostro, cansados por las batallas, por las noches de efímero sueño, el clima y la orografía adversa.
El veinticuatro de septiembre de mil quinientos trece, los nuevos guías, señalaron a lo lejos, un cerro en una cordillera.
Me hicieron saber que desde lo alto de la cumbre, podría divisar lo que con tantas ansias estábamos buscando.
Al día siguiente, el veinticinco de septiembre de mil quinientos trece, amaneció raramente radiante, despejado, Rodrigo Velázquez, soldado al que tenía en gran aprecio, me dijo:
—Huelo a salitre capitán.
Cuando ya estábamos a más de medio camino de lo alto, como  capitán de la expedición, quise ser el primero en subir. Hice llamar a Andrés de Valderrábano, para que dejase buena constancia escrita de todo lo que sucediese y que así, en tiempos futuros, quedase reconocido y bien claro de todo ello y de mi nombre y del buen hacer ante mi rey y mi reina.
Eran casi las diez del medio día, 
Hice detener a los hombres y me dirigí en solitario hasta llegar a lo más alto. Un fuerte viento golpeaba mi rostro, el sol calentaba fuerte. Frente a mi, una inmensa e infinita masa de  agua se extendía.
Grité a Andrés de Vera y a Francisco Pizarro que subieran. 
Se situaron uno a cada lado mío y les dije :
—Ahí teneis frente vosotros lo que tanto hemos deseado.
Presenciaron silentes, aquel mar escondido, hasta que Andrés de Vera entonó el Te Deum laudamus. 
Mandé subir también al resto, me puse de hinojos y di gracias a Dios.
Debía aún, hacer posesión del mar y el veintinueve de septiembre de mil quinientos trece, día de San Miguel Arcángel, descendimos.
Una vez abajo, seleccioné a veintiséis de mis hombres, junto a Leoncico, para recorrer la media legua que nos separaba de aquellas aguas.
Llegamos a la orilla a las dos de la tarde, la marea estaba baja, esperamos a que subiese. Cuando empezó la pleamar, mandé ponerse armadura, coraza, y yelmo con airón de plumas coloradas , igual como yo había hecho.
Ordené que se arrodillaran y esperasen, bajo pena de muerte. Cogí el pendón Real con la mano izquierda, espada y rodela en la diestra, a medida que me adentraba en el agua, salpicaba en mis labios, la ambrosía dulce del salitre. Cuando me encontraba con el agua  más arriba de las rodillas, proclamé :
—¡Viva los muy altos y poderosos reyes  Don Fernando y doña Juana, reyes de Castilla y León y de Aragón!. En su nombre tomo la posesión real y corpórea de estos mares, tierras y costas, puertos e ínsulas.
Di media vuelta y mirando a mis hombres aún arrodillados en la húmeda arena, les grité:
—¿¡Algún presente se opone?! —no hubo respuesta.
—¿¡Juráis defender el nuevo mar del sur y sus tierras?! —todos ellos al unísono gritaron:
—¡Si, juramos!.

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